Publicado en el Semanario Punto. Toluca, México.
29 de julio, 2009
Cuando este lunes revisé las noticias del día, me encontré con una sorpresa: después de muchos sufrimientos y luchas irremediablemente perdidas, la selección mexicana de futbol pudo finalmente vencer a su similar de Estados Unidos y obtener la Copa de Oro.
En realidad, da gusto saber de los triunfos deportivos de nuestro país, especialmente cuando no es posible hablar de otras hazañas nacionales. Pero me parece un tanto excesivo salir a festejar a todo lo que da, yendo hasta el Angel de la Independencia y haciendo casi tanta fiesta como si los mexicanos hubieran ganado la copa del mundo.
Está bien, hace años que no se daba una victoria ante la selección estadunidense, pero con todo respeto, creo que estamos exagerando y que no es para tanto. Sobre todo porque se trata de un torneo jugado solamente por equipos de la zona, por selecciones que sin menospreciar a nadie no son lo más granado de la especialidad.
De hecho, para que la selección nacional mexicana se mida con equipos de verdad peligrosos, hay que esperar al menos que llegue a calificarse para el campeonato mundial de futbol de Sudáfrica, que se llevará a cabo el próximo año. Y esa calificación honestamente está todavía en “veremos”.
Pero los aficionados, fieles hasta la muerte, sufridos como siempre, caemos extasiados ante una victoria, por insignificante que pueda parecer.
Lo importante es el puro orgullo de ganarle a los gringos, y cobrarles con goles lo que estamos convencidos que nos deben.
Y es que el futbol es eso: pasión que va más allá de la cancha. Emoción que inevitablemente llena de euforia a la masa porque la lleva a creer por un momento que su grandeza trasciende el aspecto deportivo y que el triunfo obtenido hará más fuertes, más poderosos y más importantes ya no digamos a los once que ganan en el campo, sino a los millones que esos once representan.
Es inútil negar la importancia del futbol en México. Se trata del deporte nacional cuya trascendencia lleva a los estadios hasta a los políticos, que se dejan ver y escuchar especialmente en las contadas ocasiones en que los triunfos llegan.
Ahí está como muestra el mensaje de Felipe Calderón a los integrantes del equipo tricolor: “esta victoria demuestra que con trabajo y esfuerzo los mexicanos pueden salir adelante”.
Lo malo del asunto es que con todo respeto para los “aficionados que viven la intensidad del futbol”, el primer nivel al que los tricolores aspiramos está todavía muy lejos.
Por eso es que me parece que en cambio, se ha dado poca o nula importancia a la victoria rotunda de otra deportista que, en solitario, ha logrado -ella sí- un triunfo de primera, ni más ni menos que un campeonato del mundo en su especialidad, derrotando a las mejores de todo el planeta.
La mexicana Paola Espinosa obtuvo recientemente la medalla de oro en clavados -trampolín de diez metros- en el mundial de natación que se celebra en la ciudad de Roma, Italia.
Me habría gustado que los aficionados mexicanos hubieran salido a festejar con verdadero entusiasmo, hasta el mismísimo Angel la victoria de una compatriota.
Habría sido más que satisfactorio ver cómo la algarabía se dejaba sentir y que las banderas, las cornetas, las porras y los vivas son para una persona que ha logrado el primer puesto a nivel mundial y no para los futbolistas que antes de obtener la copa de oro habían sido considerados por muchos meses la descepción nacional.
Hay que reconocer que en México, como en otros países, se exagera al dar a los futbolistas un lugar de privilegio.
Se trata en realidad de un fenómeno por el cual el jugador se convierte en una especie de representante personal nuestro, que aparentemente está desarrollando una actividad en la que los espectadores participan,
Por eso una derrota duele y se convierte en una frustración que asumimos como propia y el triunfo se vive con una alegría tan inexplicable como excesiva.
El problema es cuando nos damos cuenta de que nuestra selección está integrada por personajes que son parte de un ambiente viciado, de un comercio brutal en que no somos otra cosa que consumidores de todo lo que nos quieran vender.
De ahí mi cuestionamiento hacia la casi indiferencia mostrada ante Paola Espinosa, que a pesar de ser campeona del mundo, no pertenece al negocio deportivo y por ende, su victoria no es parte del imaginario colectivo.
Representando a México en un deporte individual, su triunfo no satisface la necesidad grupal de derrotar a otros enemigos. No importa si la clavadista ha alcanzado la máxima gloria. Los medios de comunicación no la hacen existir como una verdadera triunfadora.
Ella no pertenece al mundo del futbol, que no es otra cosa que una manifestación de la cultura de la ganancia. No participa en el mundo de la explotación, comercio y corrupción del balompie de todo el mundo.
No la hemos visto semanalmente en la televisión y por lo tanto, su victoria, por grande que sea, se vuelve modesta y su importancia se reduce a unos cuantos minutos de gloria.
No está inmersa en el mercado que mezcla publicidad, derechos televisivos, visibilidad política y ambiciones personales.
Por eso el campeonato mundial de Paola Espinosa no puede siquiera compararse con la copa regional ganada por el equipo de todos y haberlo obtenido no merece que nadie considere ni por equivocación ir a festejarlo con toda la nacional alegría. Un asunto para reflexionar, ¿verdad?
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