jueves, 2 de julio de 2009

El voto en blanco, opción democrática y señal de hartazgo

Publicado en el Semanario Punto. Toluca, México.
01 de julio, 2009

Esta semana no puedo menos que hablar acerca de la importantísima jornada electoral que se vivirá en México el próximo domingo. Lo hago llena de interrogantes, de dudas que seguramente no tienen respuestas inmediatas.

Sobre todo, la pregunta más frecuente que para mí hasta ahora no tiene una respuesta clara y concreta es ¿cuánto interesa realmente al ciudadano mexicano promedio ir a las urnas a elegir a sus gobernantes, en una sociedad pseudodemocrática donde la clase política no tiene credibilidad?

Ciertamente para el campesino, para el obrero, para el ama de casa, para la mujer trabajadora o para el empleado normal que ve cada día disminuir sus esperanzas de progreso y siente que ni siquiera tiene la posibilidad de vivir dignamente, quién lo gobierna no tiene la mínima trascendencia.

Seamos honestos. No es una cuestión de partidos. Hasta el momento no ha habido una respuesta siquiera mínima hacia las verdaderas necesidades sociales de parte de ninguna de las fuerzas políticas. De ahí que elegir diputados o alcaldes no sea una de las acciones que quitan el sueño a los ciudadanos de a pie.

Los mexicanos tenemos historia, lo malo es que no tenemos memoria. Por eso es necesario recordar que hasta hace algunos años, nuestro país tenía una verdadera necesidad de ver respetado el principio revolucionario, ese del “sufragio efectivo”. Necesidad que con el tiempo se fue apagando, a fuerza de recibir continuas desilusiones.

Recordemos por ejemplo aquel 6 de julio de 1988. En aquellos días, los esperanzados mexicanos -sobretodo los más jóvenes- fuimos a las urnas y pensamos que nuestra decisión podría cambiar las condiciones que en aquellos momentos se vivían. Habíamos sobrevivido a duras penas la terrible crisis económica que dejó como herencia López Portillo a su sucesor, Miguel de la Madrid. Habíamos soportado la burla llamada “renovación moral de la sociedad”. Queríamos cambiar y -de acuerdo con las cifras oficiales- al menos 20 millones de ciudadanos acudimos a votar.

Pero como siempre algo no funcionó y de acuerdo con lo que relata en sus memorias el mismísimo ex presidente De la Madrid, cuando éste se percató de que las tendencias electorales no favorecían al candidato priísta, Carlos Salinas de Gortari, ordenó la suspensión del conteo de votos al secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz”.

Y nos quedamos en las mismas. Vivimos otros 12 años en la dictadura perfecta. En 1994, ganó el voto del miedo, luego de la aparición de Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la muerte del candidato priísta a la presidencia, Luis Donaldo Colosio. Ernesto Zedillo fue el último presidente priísta.

En el año 2000, en cambio, la ilusión de convertirnos en un país democrático pareció convertirse en una realidad. Entonces, por vez primera desde su creación -ocurrida en 1929 bajo en nombre de Partido Nacional Revolucionario- el PRI fue derrotado y el nuevo inquilino de Los Pinos fue el hoy tristemente célebre Vicente Fox.

Acostumbrados ya a vivir los procesos electorales sintiéndonos más democráticos que los ciudadanos de Suecia, los mexicanos nos encontramos en el 2006 con unas elecciones cuyos resultados aún no han sido del todo digeridos por los simpatizantes del entonces candidato del PRD, Andrés Manuel López Obrador, quien a tres años de los hechos se sigue promoviendo como “presidente legítimo”, sin que hasta ahora se comprenda bien la utilidad de su protesta.

Y es que en México, a partir de la declaración de guerra al narcotráfico del presidente Felipe Calderón, lo último que parece importar a los ciudadanos es la próxima renovación del Congreso Federal.

Porque en una nación donde el pan cotidiano es la aparición de ejecutados, los enfrentamientos entre soldados y narcotraficantes y los descubrimientos de nexos entre políticos y criminales, la credibilidad de las instituciones lógicamente disminuye considerablemente hasta casi desaparecer.

Entonces uno se pregunta si en todo el país, donde se escogerán los 500 diputados federales o en los once estados en que se elegirán ya sea gobiernos estatales, congresos locales o alcaldías la gente irá a votar con entusiasmo, con esperanza, con verdadero espíritu democrático.

¿Cómo hacerlo, si los ciudadanos mexicanos viven cada jornada llenos de miedo por la propia seguridad? Y se habla de seguridad en todos los aspectos posibles e imaginables, desde la propia integridad física hasta la certeza de un trabajo fijo o al menos de un salario digno.

La respuesta la tienen los mexicanos. Los ciudadanos comunes que cada día viven una crisis que engloba muchas otras crisis, dentro de la compleja realidad nacional. Porque aunados a la situación global, México tiene sus propios problemas, tan serios y profundos que en momentos parecen no tener solución.

Por eso la propuesta del llamado Voto en Blanco no parece tan descabellada, aunque escandaliza a los pseudopaladines de la democracia -o a los defensores del sistema de partidos, para ser más claros-.

Seamos realistas. Analicemos. Veamos sobre todo nuestra realidad inmediata. Es sencillo.

Si dentro de las opciones que se proponen hay un solo candidato digno de nuestra confianza, uno que sepamos -sin pecar de ilusos- que irá a la Cámara de Diputados, al Ayuntamiento o a cualquier otra sede a proponer, a trabajar, a representarnos y no a llenarse los bolsillos con nuestros impuestos para cumplir sus caprichos y sus antojos, entonces votémoslo sin dudar.

Pero si en cambio notamos que quienes aspiran a nuestro voto son parte de los mismos grupos, si son las mismas caras que se reciclan y que en otros cargos no hicieron más que aumentar sus cuotas de poder, entoces pensemos dos veces antes de caer en el mismo error.

Hay que decir que el proceso electoral del domingo será pagado con los impuestos de los mexicanos. Y el costo será muy alto, como siempre, porque la democracia nacional es además particularmente despilfarradora.

Por eso ir a las urnas es un derecho del ciudadano, que ha pagado cada objeto de propaganda partidista, cada boleta, cada mampara, cada crayola. Cada detalle mínimo de la elección ha salido de su bolsillo.

Hasta la última gota de tinta indeleble ha sido pagada con sus impuestos. Por eso debe ir a las urnas. Pero sin olvidar que el Voto en Blanco es también un gesto democrático. Y es quizá la última forma pacífica que un pueblo tiene para decir “ya basta” y para exigir en serio renovación.

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