Publicado en el Semanario Punto. Toluca, México.
24 de marzo, 2009
Esta semana he podido comprobar de nuevo una reciente teoría personal: cada vez que las declaraciones del Papa Benedicto XVI terminan en las primeras páginas de los diarios del mundo, es a causa no de pensamientos brillantes o ideas propositivas salidas de su boca, sino porque el líder católico deja ver al mundo su cerrazón, su intransigencia y el anacronismo de sus conceptos.
Esta vez el Papa ha hablado de uno de los problemas más serios que afligen a las sociedades de todo el mundo: el Sida. Entrevistado poco antes de su llegada a Camerún, Joseph Ratzinger declaró en conferencia de prensa que la epidemia de Sida “no se puede combatir con la distribución de preservativos, que por el contrario, aumentan el problema”.
Según el dirigente religioso, la via eficaz para combatir la difusión de la enfermedad es “una renovación espiritual y humana de la sexualidad”.
Lo que sorprende -además del hecho que por primera vez un Papa llama por su nombre a los preservativos- es que Ratzinger haya hablado de espiritualidad ante un problema real, material, visible y evidente que en este momento aflige a 33 millones de personas, de las cuales 27 millones viven en Africa.
Era lógico que de inmediato algunas naciones protestaran por lo que el Papa expresó. La Unión Europea señaló a través de su Comisión de Ayuda Humanitaria que “hay claras pruebas científicas que confirman el papel del preservativo en la pr los países evención del Sida, por lo cual se apoya activamente el uso de tal método, sobre todo en Africa y en en vías de desarrollo donde el Sida representa una emergencia, junto a la malaria y la tuberculosis”.
En Alemania, a través de un comunicado las ministras de la salud y de la cooperación económica expresaron que “los preservativos salvan la vida, tanto en Europa como en otros continentes... una moderna cooperación para el desarrollo debe dar a los pobres el acceso a medios de planificación familiar y entre estos entra particularmente el uso de preservativos, todo lo demás sería irresponsable”.
Por su parte, Francia a través de su ministro de asuntos exteriores, Eric Chevallier, se pronunció al respecto diciendo que “si bien no nos corresponde emitir un juicio acerca de la doctrina de la Iglesia, consideramos que frases como la expresada por el Papa ponen en peligro las políticas de salud pública y las prioridades de protección de la vida humana”.
Francia organizó precisamente durante el pasado fin de semana un maratón televisivo en que se recabaron gracias a la colaboración de los ciudadanos galos cinco millones 800 mil euros, no obstante los pequeños enfrentamientos entre católicos y activistas de la lucha contra el Sida y la protesta de la Conferencia Episcopal francesa porque el logotipo del maratón anti Sida fue expuesto en la pantalla mientras se transmitía la misa dominical.
Mientras tanto, el país de la bota sencillamente declinó expresar cualquier opinión respecto a las declaraciones del Papa, mostrando una vez más que tenerlo dentro del territorio italiano implica sujetarse y someterse a las ideas de su santidad.
¡Y qué ideas! Pensar intervenir espiritualmente en la vida sexual de las personas es no solamente una propuesta ridícula, sino un verdadero atentado contra la libertad de elección. El Papa debería estar al corriente de que los seres humanos normales tienen necesidades, impulsos y deseos, y que generalmente el ejercicio de la sexualidad forma parte de su proceso natural de vida.
Debería saber también que una de las formas para combatir el Sida es promover que las personas se protejan durante sus prácticas sexuales, practicas que no dejarán por la espiritualidad. Decir que distribuir preservativos no ayuda a disminuir el riesgo, es como querer tapar el sol con un dedo.
La gente continuará con su vida sexual, aunque al Papa no le agrade la idea, y no obstante la Iglesia considere sucio y pecaminoso todo lo que se haga al respecto fuera -y a veces hasta dentro- del matrimonio. La situación no va a cambiar, por más espiritualidad que los curas quieran imponer, mucho menos en los países africanos donde decididamente se tiene una concepción distinta de la práctica del sexo.
Habría que pensar en la forma de vivir de otras sociedades cuyo concepto de la sexualidad es completamente diverso, e incluso opuesto al que la Iglesia Católica promueve o mejor dicho, pretende imponer.
Hablando con objetividad, el Papa Ratzinger hasta ahora ha mostrado poca voluntad de camúbio y no parece que le importe mucho mejorar la imagen que la sociedad del siglo XXI tiene del catolicismo. Es inamovible, rígido y con algunas acciones ha demostrado su afán por volver a prácticas y creencias oscurantistas. Basta recordar que la institución religiosa que dirige Ratzinger está dando de nuevo auge a las indulgencias, es decir una práctica por la cual a cambio de ciertas oraciones, devociones o peregrinajes en años especiales, un católico puede reducir o borrar los castigos que de otra manera recibirá en el purgatorio.
Entre paréntesis, hay que señalar que fue precisamente la idea de vender las indulgencias que originó las protestas de Martín Lutero y dio inicio a la Reforma.
Pero no solamente las indulgencias regresaron con Ratzinger. También el uso del latín en la misa y la idea de que la Iglesia Católica Romana es la única y verdadera autoridad espiritual y por supuesto, la única via para alcanzar la salvación.
No nos extrañemos entonces si el Papa considera que los preservativos no sirven para combatir la epidemia, dado que siguiendo los principios más puros del catoliscismo nadie debe practicar el sexo fuera del matrimonio.
Tampoco resulta difícil entender cómo el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia Episcopal italiana, ha salido a la defensa de Ratzinger diciendo que a partir de las declaraciones acerca del preservativo “la lluvia de críticas contra el Papa se ha prolongado más allá de lo razonable” y ha señalado que la Iglesia “no aceptará que el Papa en los medios de comunicación o en otros lugares sea objeto de burla o de ofensa”.
Recordemos el principio eclesiástico de la infalibilidad pontificia. Se trata de un dogma de acuerdo con el cual el Papa no comete errores cuando promulga o declara una enseñanza dogmática en temas de fe y moral. En pocas palabras: el pontífice no se equivoca, porque recibe directamente la guía del Espíritu Santo.
Para quienes creen y practican la religión católica puede tener razón de ser el comentario de su líder. Para el mundo laico, simplemente ha resultado inaceptable. Esta vez, el ejemplo lo han puesto los franceses, que se han pronunciado abierta y claramente: “la frase del Papa acerca del preservativo puede tener consecuencias dramáticas en la política mundial a favor de la salud”.
Las autoridades de Francia han considerado que todos los discursos que van en contra del uso del preservativo, especialmente si los pronuncia una persona que tiene una gran influencia social, van contra el interés de la salud pública.
Sin ofender, hay que considerar que la infalibilidad no es una característica humana. El líder religioso podría por un momento bajar de su pedestal y reconocer por una vez que equivocó el tiempo y la forma de expresarse. Podría aceptar que el mundo no es necesariamente como él lo percibe y lo concibe. Podría hacerlo, pero no sucederá porque entonces ya no sería infalible y esto no puede ocurrir, porque no hay nada más rediticio que actuar como mediador entre Dios y los comunes mortales. Y son siglos de experiencia que lo respaldan.
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