Publicado en el Semanario Punto. Toluca, México.
24 de febrero, 2009
Durante toda la semana, una sola palabra ha sido motivo de reflexión para quien esto escribe: corrupción. El término, que ya forma parte de la vida cotidiana de muchos países, tiene una definición precisa de acuerdo con la Real Academia de la Lengua Española: "Corromper: alterar y trastrocar la forma de alguna cosa. Echar a perder, depravar, dañar, podrir, sobornar o cohechar al juez o a cualquier persona, con dádivas o de otra manera.” Todo eso. Ni más ni menos.
Las acciones de corrupción están a la orden del día y basta poner un poco de atención en nuestros actos para determinar ya no si estamos incurriendo en un acto corrupto, sino más bien cuál es nuestro grado de corrupción.
Así de grave es la situación actual. Por eso es digna de atención la información publicada por el diario El Universal en su versión on line, firmado por la periodista María Teresa Montaño, que relata la triste historia de los alcaldes mexiquenses, que en su gran mayoría han ignorado olímpicamente las indicaciones del tabulador de salarios establecido y se han asignado a través de partidas secretas salarios que incluso superan los de otros servidores públicos de jerarquía o de responsabilidad mayor.
Los presidentes municipales que este 2009 dejarán el cargo, se irán de sus respectivos ayuntamientos con las bolsas llenas, algunos de ellos incluso con bonos de salida que servirán para asegurar su estabilidad económica en un período particularmente difícil para el resto de los comunes mortales.
Esa, señores, es pura corrupción, porque si nos remitimos al concepto original, 95 de nuestros queridos ediles mexiquenses están trastocando la forma de una cosa muy importante: la esencia del servicio público.
En una palabra: están traicionando la confianza de quienes en su momento decidieron sufragar a su favor para ponerlos al frente de la administración del municipio.
Recordemos que es precisamente la autoridad municipal la más cercana a los ciudadanos. Sus acciones son las más sentidas por los ciudadanos.
Lo que los alcaldes y sus ayuntamientos hacen o no, se ve en todos los rincones del territorio municipal. Démos un vistazo a lo que nos rodea. Basta encontrar pequeñas deficiencias, -a veces hasta un simple bache o la falta de limpieza en la ciudad- para sentirnos abandonados por la autoridad que en teoría debería ocuparse de atender nuestras necesidades.
Y justamente eso, atender las necesidades de los ciudadanos, no es un favor que los alcaldes nos hacen. Es su obligación principal porque en realidad su deber es simplemente administrar los recursos que provienen directamente de nuestros bolsillos.
¿O es que ya se nos olvidó que el presupuesto de cada instancia gubernamental viene directamente de los impuestos que todos pagamos?
Por eso es injusto, ofensivo e indignante que los alcaldes, los diputados, los gobernadores o cualquiera de nuestros representantes se sirvan con la cuchara grande, se den vida de reyes mientras nosotros los observamos impasibles.
Pero ellos lo saben muy bien, están perfectamente conscientes de que la mayoría de sus representados no se atreverá a decir nada, y que continuará a soportar y consentir cada acción corrupta que ellos ejecuten.
Lo peor es eso: pensar que la corrupción es un acto en el que participamos todos. Quienes la consentimos, caemos en la Omertà.
El término italiano Omertà se refiere a una actitud de obstinado silencio destinado a no denunciar delitos más o menos graves de los cuales se tiene conocimiento directa o indirectamente.
Denunciar cada acto corrupto de nuestras autoridades ayudaría indudablemente a tener bajo control el comportamiento de éstas. Pero nadie lo hace, y en la mayoría de los casos no es por temor, sino más bien por pura negligencia.
Y no se trata de mostrar las debilidades de los alcaldes o de otras autoridades en este preciso momento solamente porque en la entidad se viven ya los inicios de un importante proceso electoral. Eso sería oportunismo. Se trata de convertirnos en vigilantes del comportamiento contínuo de nuestros gobernantes, porque hacerlo nos convertiría en una nación mejor.
Veo sin mucha sorpresa que la desbandada de diputados del actual Congreso local mexiquense ha dado inicio, y que nuestros queridos representantes han decidido dejar su trabajo para buscar un cargo de elección popular -legítimamente, desde su punto de vista-.
Lo triste es saber que se verán las mismas caras, las mismas promesas, los mismos rituales y la misma carrera loca por obtener el voto ciudadano.
¿Y para qué? ¿Se trata de un desmedido espíritu de servicio que obliga a los diputados a buscar las alcaldías y a los alcaldes a buscar las diputaciones? ¿O es una muestra más de la ambición sin límite que obliga a buscar el hueso solamente para no perder las prioridades, las prerrogativas, los beneficios excesivos que da un cargo de representación popular?
Pensemoslo bien. Reflexionemos. Dar el voto a quienes son simplemente trapecistas de la política es también un acto de corrupción, porque implica echar a perder, dañar y podrir el voto, que debería ser el acto supremo de la democracia.
Dice una célebre frase: “por sus actos los conocereis”. Y si ya los conocemos... ¿por qué insistir en reelegirlos?
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